lunes, 25 de abril de 2016

Crítica: MRS. KLEIN

Las mujeres y el psicoanálisis   

Luego de dirigir el año pasado dos montajes con resultados diametralmente opuestos, como lo fueron Jardín de colores de María del Carmen Sirvas y Cruzar la calle de Daniel Amaru Silva (premio al mejor montaje Drama por El Oficio Crítico), el experimentado Carlos Tolentino fue el flamante director del debut de la Municipalidad de San Isidro como productora teatral. La pieza elegida por Tolentino, estrenada en el Centro Cultural El Olivar, fue Mrs. Klein del dramaturgo británico Nicholas Wright, en la que la polémica y reconocida psicoanalista Melanie Klein debe no solo lidiar con el aparente suicidio de su hijo Hans, sino también con la aparición de su hija Melitta Schmideberg, llena de odio y rencor hacia su madre. Se trató entonces, de un tenso drama manejado con buen pulso por parte del director y que consiguió un par de potentes escenas que retrataron con absoluta sinceridad esta tirante relación entre madre e hija.

Ambientada en Londres de los años 30, la producción se lució con un preciso vestuario y un cuidadoso diseño escenográfico. Y por su parte, Tolentino no perdió la costumbre de imprimir su sello característico, que es el de elevar (a veces) exponencialmente la simbología en sus montajes, pero lo hizo esta vez de manera sobria y contenida, por ejemplo, a través de unas sombras (seguramente producidas por un árbol) que nos impidieron ver a plenitud el escenario en las primeras escenas. Sin embargo, este detalle resultó muy pertinente, pues pareciera representar el oscuro secreto acerca del suicidio de Hans, el cual progresivamente va saliendo a la luz. Por otro lado, aquellos que no adquirieron el programa de mano, debieron tener un poco de paciencia para entrar de lleno en este complejo drama, con toda la información que se nos dice (y sugiere) desde el inicio. Pero una vez reconocidas la situación y el contexto, Mrs. Klein alcanzó algunos momentos brillantes.

El elenco estuvo a la altura de las circunstancias: la formidable Attilia Boschetti (musa del director) hizo de su Mrs. Klein un complejo personaje, en perfecto equilibrio entre la dureza de su profesión y el instinto maternal que aflora de vez en cuando, bien secundada por Mariajosé Vega como su futura discípula Paula Heimann y especialmente, por una sobresaliente Alexandra Graña, quien logró acaso su mejor trabajo interpretativo a la fecha, como su atribulada hija Melitta. Boschetti y Graña consiguieron las escenas más sentidas de la puesta, como aquella conversación en el diván entre madre e hija, que por ratos pareciera un interrogatorio entre doctor y paciente. El montaje de Mrs. Klein, corrosivo retrato de mujeres en crisis dirigido por Tolentino, fue un estimable estreno a cargo de la Municipalidad de San Isidro y se inscribe perfectamente dentro de los mejores trabajos de su director.

Sergio Velarde
25 de abril de 2016

viernes, 22 de abril de 2016

Entrevista: RICARDO MORANTE

“La mística en el teatro es fundamental”   

Uno de los colectivos teatrales independientes con una intensa actividad en nuestro es medio desde 1991 es, sin lugar a dudas, Aqualuna Grupo de Teatro. Su fundador Ricardo Morante ganó el año pasado el premio del público de El Oficio Crítico como el mejor director en la categoría Comedia o Musical por la pieza Todas somos Julieta, también de su autoría. “El teatro me ha gustado desde siempre”, refiere Ricardo. “Desde las épocas de Pepe Vilar y su programa de teatro en televisión, pasando por mi etapa escolar en colegio Inmaculada, hasta mi formación universitaria en el TUL (Teatro de la Universidad de Lima), con Carlos Padilla”. Además, tiene la suerte de ser administrador de una de las salas teatrales más democráticas, como lo es el Teatro Auditorio Miraflores. “Debo reconocer que es una gran responsabilidad.”

Ricardo estudió Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima, en donde entró al elenco del grupo de teatro universitario que en aquel entonces dirigía el recordado Carlos Padilla. “En el año 80 él se retiró de la universidad y formó un grupo de teatro que se llamó “Comunidad de Lima. Padilla fue un director sumamente disciplinado, con una manera muy particular de dirigir: sus obras tomaban muchos meses de ensayo antes de estrenarse”. Algunos de los montajes más celebrados de Comunidad de Lima fueron Eros-Orestiada sobre textos de Esquilo, Sófocles y Eurípides(1978) y especialmente Eréndira (basada en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada de Gabriel Garcia Marquez) en 1984. Ricardo le hizo un emotivo homenaje a Padilla, dentro de la ceremonia de premiación de El Oficio Crítico en 2014.

Aqualuna y las artes escénicas

En 1991, Ricardo decide fundar su propio grupo de teatro llamado Aqualuna, junto a su compañera de vida, la también actriz María Reyna. “Nuestra primera obra fue La leyenda de la Laguna Encantada, escrita por Walter Ventosilla, dirigida al público familiar. Y al año siguiente estrenamos nuestro primer espectáculo para adultos, Juguemos a papá y mamá (mientras Freud no está) de Carlos Queiros Telles”, recuerda Ricardo, quien afirma además que su objetivo como director es nunca encasillarse. Y es que sus obras abarcan todo tipo de textos y estilos, que como él menciona, tienen una característica en común: la temática musical. “Por ejemplo, en Tenorio (2004) incorporé música y danza flamenca; en Soñando a Camille de Sara Joffré (2006), la puesta en escena fue en tiempo de tango; en El Sargento Canuto de Manuel Segura (2009), al compás de la marinera limeña; o en Prometeo encadenado de Esquilo (2011), con música rock.”

Justamente, Todas somos Julieta, protagonizada por las actrices Patricia Moncada, Gretta Lisboa, Sofía Muñoz, Inés Sadovnic y Katherina Sánchez, acompañaba su historia shakespereana con pinceladas de música celta. “Y estaremos nuevamente en temporada en el mes de mayo, siempre en el Teatro Auditorio Miraflores”, menciona Ricardo. Por otro lado, el último estreno de Aqualuna fue Ulises dos veces (2015), interesante texto de su autoría que combinaba de manera sorprendente los clásicos de la mitología griega con música salsa. “Agradezco a los críticos que piensan que no le tengo miedo a nada y que le entro a todo (risas). Inicialmente empecé siendo actor, pero luego comencé a dirigir, porque nadie me llamaba para actuar”, agrega.

“Considero que un buen actor de teatro debe primero, confiar en el director”, comenta Ricardo. “Después tendría que contar con las suficientes herramientas de trabajo como para cumplir los objetivos del personaje; y por último, ser un buen compañero de escena”. Afirma, demás, que siempre en todo elenco surge un divo o diva y que prefiere trabajar con actores que entiendan el verdadero sentido del teatro de grupo, pues la mística en el teatro es fundamental. “Pienso que un buen director de teatro debe tener imaginación; debe siempre releer los textos; tener una visión completa de la obra; y contar con un buen ritmo escénico”. Apunta también la cruda realidad del teatro peruano y la falta de salas para estrenar sus proyectos. “Esperemos que todo esto cambie, que el público crezca y que se formen verdaderos espectadores de teatro”, finaliza.

Sergio Velarde
21 de abril de 2016

miércoles, 20 de abril de 2016

Crítica: EL AMOR ES UN BIEN

Chéjov revisitado otra vez    

Siguiendo la estela de la curiosa y bienvenida revalorización del imprescindible Antón Chéjov, que se iniciara con el estreno de Vanya y Sonia y Masha y Spike de Christopher Durang, la novel productora Hermanas Lamancha presenta en la Alianza Francesa la pieza El amor es un bien, a partir de una obra capital como lo es Tío Vania y dirigida por el argentino Francisco Lumerman. Y si bien en la primera obra mencionada se cruzaban diestramente en clave de comedia varios personajes e historias del dramaturgo ruso, Lumerman traslada la acción a una apartada zona rural de Argentina, reduciendo a cinco los personajes principales. Pues los sorprendentes resultados saltan a la vista: El amor es un bien constituye uno de los montajes independientes más sentidos y logrados en lo que va del año.

La trama en sí no ha sufrido demasiadas alteraciones con respecto al material original, llegando a escena de una manera completamente creíble: la joven Sonia (una sorprendente Camila Abufom, a quien vimos en La educación de los cerdos) y su tío Iván (imperturbable y contenido Alfonso Dibós) se dedican a la música, mientras administran sin suerte un hostal. El único huésped, el doctor Pablo (un sólido Sebastián Monteghirfo), se muestra preocupado por las causas ecologistas, mientras ignora el secreto amor que Sonia siente hacia él. La tranquilidad del trío es alterada con la llegada del padre de Sonia (el experimentado Javier Valdez) y su nueva mujer Elena (delicada presencia de Valeria Escandón). El primero anuncia que los días del hospedaje están contados debido a su escasa utilidad; y la segunda se convierte en el objeto de deseo del joven doctor.

El acertado diseño escenográfico (con múltiples puertas que parecen conducir todas al mismo lugar) y luminotécnico, así como la inspirada música en vivo dentro de la obra, permiten el lucimiento de la dirección de actores, que consigue los mejores momentos durante los silencios y las miradas entre los personajes, que expresan mucho más que los sencillos diálogos. Es por ello que podría afirmarse (discretamente) que la entretenida, reflexiva y conmovedora puesta en escena de El amor es un bien constituye un inmejorable debut para su productora y especialmente, para el director Lumerman en nuestro país (en 2010 se estrenó en El Galpón la versión peruana de una de sus obras, Te encontraré ayer). Chéjov nunca pasará de moda y el presente montaje no hace otra cosa que constatarlo y además, guardándole el debido respeto. De visión obligatoria.

Sergio Velarde
20 de abril de 2016

lunes, 18 de abril de 2016

Crítica: AUTO

Falsas banalidades vehiculares   

La aparente superficialidad de la puesta en escena de Auto, escrita por el español Ernesto Caballero y estrenada en el Teatro Ensamble, acaso pudo engañar al espectador menos avispado. Relecturas posteriores al hecho escénico le otorgan a esta puesta múltiples interpretaciones, que van desde el nombre mismo de la obra hasta la escondida complejidad de cuatro personajes en el límite del cliché, que podrán aparentarlo todo, menos ser complejos. Una esposa (Miriam Guevara, de Nosotros los burócratas), el marido (Martin Velásquez, de El Rey de las Azoteas), la cuñada (Mia Michelena) y una guapa jovencita que pidió un “aventón” (Airam Galliani) se reúnen en un juzgado luego de ser parte de un accidente de tránsito, estando todos a bordo de un auto.

Y es que la palabra “auto”, aparte de representar al vehículo en cuestión, también significa “la decisión judicial sobre un asunto que no precisa sentencia” o “la breve composición dramática de un solo acto propia de la literatura castellana”. Y además, el prefijo “auto” quiere decir “por uno mismo, por sí mismo”, que es en lo que finalmente termina esta reunión: el juez nunca aparece y los cuatro personajes reconstruyen la escena, cada uno a su manera, juzgándose a sí mismos. ¿Todos son testigos o culpables? En medio de los incómodos y sarcásticos diálogos, plagados de lugares comunes, las caretas van cayendo y las miserias de sus vidas van aflorando. Caballero acusa con eficacia a la trivialidad contemporánea, utilizando como herramientas a personajes y líneas plenas de puerilidad.

La puesta en escena, resultado del Taller de Actuación a cargo de Alberto Isola y presentada como temporada profesional, desaprovecha el espacio y los niveles que ofrece el Teatro Ensamble. Incluso las butacas pudieron aprovecharse mejor, por ejemplo, de modo circular. Sin embargo, las actuaciones son lo suficientemente solventes como para disculpar esos detalles, especialmente Guevara y Michelena, llevando al límite el estereotipo en sus caracterizaciones. Auto de Ernesto Caballero (autor de Un busto al cuerpo, otra pieza banal en apariencia) funciona como una ácida crítica a la modernidad, con publicidad y consumismo incluidos, así como también demuestra que en su simulada frivolidad radica su particular reflexión y encanto.

Sergio Velarde
18 de abril de 2016

lunes, 11 de abril de 2016

Crítica: EL LEÓN

La dura vida del artista   

Nuestro prolífico Juan Rivera Saavedra formó parte de un grupo de dramaturgos que se propuso cambiar el panorama teatral en el país en los años 60, así como lo hicieron a su particular manera, por ejemplo, César Vega Herrera, Hernando Cortés o Alonso Alegría. La renovación y el acercamiento de las artes escénicas a la gran masa popular se logró gracias a las situaciones y personajes en los que se reflejaban la injusticia y la desigualdad social, que dicho sea de paso, arrastramos hasta ahora. Es el caso del sencillo texto de Rivera Saavedra elegido por el colectivo Molinos de Viento Teatro y su director Miguel Torres para este año, llamado El león (1967), presentado como una comedia familiar, pero que contiene ciertos elementos de denuncia social y pinceladas de un corrosivo humor que motivan la oportuna reflexión en los más pequeños.

El patio de la AAA es el escenario elegido para representar el interior de la carpa de un circo pobre. Recibe al público la humilde troupe: la dulce trapecista Liliana (Erika Najarro), el vanidoso equilibrista Cóndor Roca(Johann Allpas), el tosco domador Artiga (Ronie Cuba), el lacónico ilusionista Samy (Natalio Díaz) y el noble payaso Pantalón (Alejandro Mansilla). Las penurias económicas de estos artistas, sin embargo, puede que tengan una solución, de acuerdo a lo expresado por el inescrupuloso productor Baliño (Renato Ayllón): la llegada de un fiero león, que se convertiría en la gran atracción del circo, pero que debe ser alimentado antes de la función y ya no hay dinero para comprar alimento. La solución se deja caer por su propio peso: uno de ellos deberá sacrificarse por los demás y convertirse en la cena del felino, para así poder continuar con el espectáculo. Lo insólito de la trama sorprende por su profundo sentido social y que los más pequeños logran intuir.

Luego de la correcta comedia Más pequeños que el Guggenheim, Torres consigue una fluida puesta en escena, acaso algo discursiva (cada uno de los personajes debe explicar su utilidad en el circo por turnos), pero compensada por su corta duración y por el buen desempeño del elenco, especialmente Najarro y Mansilla. También se aprecia otra oportuna reflexión: la difícil tarea del artista y los sacrificios que debe hacer en favor del arte. El presente estreno de El león de Juan Rivera Saavedra recupera el sabor y el estilo de las obras peruanas típicas de aquella época y nos propone una pertinente reflexión sobre las injusticias sociales, que a pesar del tiempo transcurrido, poco han cambiado.

Sergio Velarde
11 de abril de 2016

domingo, 10 de abril de 2016

Crítica: LA OLA

Pertinente retrato de la violencia   

Si bien se trató de una muestra de los estudiantes del último año del Club de Teatro de Lima, el estreno de La ola, adaptación dirigida por Paco Caparó de la película alemana del mismo nombre, tuvo los suficientes aciertos como para estar a la altura de cualquier estreno profesional independiente. La mencionada cinta (Die Welle, 2008), dirigida por Dennis Gansel y que consiguió singular éxito de público y crítica en su país, está basada en hechos reales que involucran a un profesor de historia y un fallido experimento con sus alumnos, al momento de intentar explicar las diferencias entre democracia y autocracia. En una arriesgada decisión, Caparó trasladó la acción a nuestra castigada urbe, pero tomando a la imparable delincuencia como temática central, consiguiendo no solo un espectáculo con un oportuno mensaje, sino también una puesta en escena en la que cada uno de los nóveles actores pudo defender a sus respectivos personajes.

El profesor Rainer (un convincente José Gómez Ferguson como actor invitado en el montaje, a quien vimos en Kapital) atraviesa una mala racha personal y profesional, agravada por un reciente y violento asalto. La rebeldía de sus alumnos de Sociología y Política, muchos de ellos con serios problemas emocionales, y la desidia de los directivos del instituto en el que trabaja provocan que el docente realice un proyecto llamado “La Ola”, en el que la lucha contra la injusticia en complicidad con su clase sea su principal objetivo, pero que progresivamente se sale de control con trágicos resultados. La historia se sigue con interés, delineando correctamente cada subtrama, apoyada por una austera puesta en escena, que se vale de unas cuantas sillas para delimitar con precisión los espacios. La escalada de violencia y descontrol está manejada con buen pulso y algunos momentos, como la primera clase de Rainer o el primer accionar de “La ola”, lucen muy logrados en escena.

Como de costumbre, el director-profesor Caparó y su asistente de dirección Jhosep Palomino consiguen personajes bien bosquejados por parte del elenco, integrado por Josué Salvio Aldana, Isabella Vigil D´Angello, María Elena Tapullima Uruma, Wilfredo Vidal Binasco, Gisselle Vigo Palomino, Leovila Velazco Torres, Tatiana Vega Rios, Bernie Tatiana Bernuy Yong, Maribel Santos Pintado, Carlos Arturo Valdivia Reyes, Mercedes Reynaga Villacorta, Rommy Aliaga Manrique, Juan Diego Flórez Calderón, Maggie Suarez Suarez y Walter Yefren Romo Suarez. Eso sí, los alumnos salen mejor librados de algunos peligrosos estereotipos en los que por poco caen algunos personajes adultos, como la desinteresada madre o la mezquina directora. La ola es un interesante retrato de impotencia ante la dura vida en nuestra agitada urbe y además, un encomiable resultado por parte de los alumnos egresados, que pueden jactarse de abandonar el Club de Teatro de Lima con un pertinente y entretenido espectáculo.

Sergio Velarde
10 de abril de 2016

viernes, 8 de abril de 2016

Crítica: EL REY DE LAS AZOTEAS

Con cariño para Ribeyro   

Conmemorando los 20 años de la partida de nuestro Julio Ramón Ribeyro, uno de los más notables cuentistas latinoamericanos, el colectivo Butaca Arte y Comunicación (responsable del tardío y excelente estreno de Nosotros los burócratas de Delfina Paredes) decidió el año pasado adaptar para la escena uno de sus más célebres cuentos, Por las azoteas. Escrita y dirigida por Herbert Corimanya, la obra El rey de las azoteas marcó también el regreso a las tablas del gran actor Eduardo Cesti, en una temporada dirigida al público familiar. Reestrenada este año en el Centro Cultural Ricardo Palma, y ahora con el competente Willy Gutiérrez en rol protagónico, la obra pudo pecar acaso de ser algo dilatada para estar dirigida a un público infantil. Sin embargo, los aciertos en la dirección y en el elenco sostienen perfectamente la puesta en escena.

“A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos”. Así comenzó Ribeyro su tierno relato acerca de un niño de diez años (Martín Velásquez), que acumulaba toda clase de trastos en las azoteas, viviendo en un mundo de fantasía. Corimanya introduce sabiamente el personaje de una niña (Emily Yacarini), que funciona como cómplice y amiga del pequeño en sus aventuras, generando muchos momentos de humor y ternura. El descubrimiento del Hombre Chatarra (Gutiérrez) también creará una simpática relación de amistad. Se percibe una propuesta interesante en lo que respecta a la simbología en el montaje, para recrear el mundo imaginario de los niños, utilizando elementos sencillos pero funcionales.

Para convencernos que los personajes que aparecen en el escenario son niños de verdad, se debía contar con actores profesionales completamente entregados a su trabajo de interpretación. En ese sentido, tanto Velásquez como Yacarini (director y actriz de Nosotros los burócratas, respectivamente) están entrañables e intachables. Gutiérrez demuestra su oficio en estas lides, mientras que Miguel Campana maneja con destreza los variados elementos escénicos que acompañan la historia. Corimanya logra manejar con fluidez la puesta de El rey de las azoteas, respetando el legado y el espíritu de nuestro imprescindible Ribeyro, entregando al público un espectáculo sumamente recomendable.

Sergio Velarde
8 de abril de 2016

miércoles, 6 de abril de 2016

Crítica: COCK

Un  moderno triángulo amoroso   

Love, love, love (2010), comedia dramática dirigida por Mikhail Page, fue uno de los montajes más interesantes del año pasado, pues nos mostró el sorprendente trabajo del dramaturgo inglés Mike Bartlett, que con poco más de 30 años, ya cuenta con prestigiosos premios en su haber. La pieza en cuestión, que retrataba la historia de una pareja que se negaba a envejecer a pesar del inexorable paso del tiempo, llevó el subtítulo “No todo lo que necesitas es amor”. Pues bien, ahora en la puesta de Cock (2009), nuevamente dirigida por Page, Bartlett se sumerge en el amor puro y duro, a través de un triángulo amoroso con ciertos toques de modernidad: un joven llamado John (Fernando Luque) comienza a dudar de su sexualidad y no sabe si seguir la relación con su novio de varios años (Oscar Beltrán) o enamorarse de una guapa muchacha (Karina Jordán). Y si bien el tema (y el mismo título de la obra) puede presagiar algunas escenas subidas de tono, la dirección de Page resalta por su sobriedad y contención.

Siguiendo acaso el camino trazado por algunos directores de estrenos recientes, como Dos para el camino de César De María o Salir de Daniel Amaru Silva, Page lleva a Cock al extremo, en el sentido de prescindir de todo tipo de escenografía en el acogedor Teatro de Lucía, para sacarle lustre al incisivo texto de Bartlett y a las sentidas actuaciones del elenco. Y es que sabemos, por ejemplo, cuándo y dónde estamos en la historia solo por las palabras pronunciadas por los actores, ni siquiera por los inexistentes gestos. Dividida en cuadros con pequeñas rupturas temporales, la trama se sigue con interés y nos muestra la confusión de John en cuanto a su identidad sexual, arrastrando así al resto de personajes, incluido el padre de su novio (Alfonso Santistevan), especialmente en el último cuadro en el que el joven debe tomar una decisión.

Como ya se mencionó, los encuentros sexuales de los protagonistas son hábilmente sugeridos, pero manteniendo la misma fuerza en escena. Page aprovecha muy bien el talento de su elenco: a destacar la actuación de Luque, muy creíble en su confusión por no poder amar con libertad, muy bien secundado por un inspirado Beltrán, divertido y conmovedor cuando la situación lo amerita. Mención aparte para la interpretación de Jordán, convincente y avasalladora en todas sus intervenciones. En estas épocas de dudas y crisis de esta índole, sumadas a sus posibles “repercusiones” en la sociedad, esta puesta en escena llega en un momento clave. Ganadora del Laurence Olivier Award como obra revelación del año 2010, Cock es un pertinente e interesante estudio de la sexualidad en nuestros días, en donde el verdadero amor no tiene ni rostro ni sexo.

Sergio Velarde
6 de abril de 2016

lunes, 4 de abril de 2016

Crítica: VANYA Y SONIA Y MASHA Y SPIKE

Divirtiéndonos con Chejov   

El dramaturgo norteamericano Christopher Durang es un viejo conocido para la Asociación Cultural Plan 9 y para el director David Carrillo. El primer estreno del colectivo fue una de las comedias más divertidas del autor, Las vacaciones de Betty (2003), seguida posteriormente por un segmento en Recontrahamlet (2008), la muy disfrutable Bebé a bordo (2008) y la hilarante ¿Qué tortura? (2012). No era de extrañar que Carrillo recurra nuevamente al laureado autor, luego de un intenso año en el que en el Teatro Larco nos regalara dos producciones con sabor “nacional”: la adaptación a la peruana de Chico encuentra chica y el estreno absoluto de Carrillo como dramaturgo con la formidable Lo que nos faltaba. La pieza elegida por Plan 9 para iniciar este año es nada menos que Vanya y Sonia y Masha y Spike, ganadora del Tony a la mejor obra de teatro en 2013, que contara en Broadway con las actuaciones de Sigourney Weaver y David Hyde Pierce.

Como los nombres en su título ya dejan inferir, se trata de un espectáculo que toma como referencia la producción dramática del clásico ruso Antón Chejov, pero que es igualmente disfrutable sin necesidad de conocerla. Pero para los conocedores del autor de obras teatrales de importancia capital como El jardín de los cerezos, La gaviota, Tío Vania o Las tres hermanas, el  montaje alcanza momentos sumamente hilarantes y hábilmente desarrollados en escena. Tres hermanos, iniciando el "supuesto" ocaso de sus vidas, se reencuentran para discutir sus triunfos, éxitos y fracasos. El reprimido Vanya (Alberto Isola) y la frustrada Sonia (feliz retorno de Natalia Torres Vilar) viven juntos en una rústica casa que cuenta con el obligatorio jardín de cerezos. La llegada de Masha (Diana Quijano), una actriz de cine venida a menos, generará zozobra al anunciar la inminente venta de la casa. Por otro lado, el desinhibido novio de Masha, llamado Spike (Giovanni Arce), se siente atraído por la guapa e ingenua vecina, que no podía tener otro nombre que el de Nina (Vania Accinelli). En medio de ellos, la divertida asistente Cassandra (Lía Camilo) se debate entre oscuras premoniciones que anuncian la tragedia.

Como ya es costumbre, la producción de Plan 9 es impecable, al servicio de una historia que se vuelve algo dilatada y predecible en su segundo acto, pero que mantiene el interés por la caracterización de sus intérpretes. A destacar la actuación de Torres Vilar, que utiliza voz y gestualidad para convertir a Sonia en una entrañable heroína otoñal. Aparte de las numerosas referencias chejovianas, Durang denuncia pertinentemente el imparable avance de la tecnología como uno de los causantes de la progresiva “deshumanización” del ser humano; además de reafirmar que todo tiempo pasado fue mejor. En ese sentido, dicho discurso alcanza brillos en un sentido monólogo que maneja diestramente el experimentado Isola. Vanya y Sonia y Masha y Spike se constituye en un oportuno regreso de Carrillo al estilo de comedias que tan bien sabe conducir, con un texto escrito por uno de los dramaturgos contemporáneos más interesantes del medio norteamericano. Una pieza recomendable para todos los públicos, especialmente para los amantes de Chejov, quienes gozarán con este respetuoso homenaje de Durang al célebre autor ruso.

Sergio Velarde
4 de abril de 2016