lunes, 27 de noviembre de 2017

Crítica: ¡A VER, UN APLAUSO!

La palabra del payaso

El camino pedregoso del artista, aquel que no ostenta más que su gracia, su necesidad de crear y compartir, a pesar de la indiferencia o el rechazo. ¡A ver, un aplauso! representa la muerte de un payaso de plaza y a su vez, el recuento de una vida que empieza a escribirse ante nosotros.

La esencia de la puesta en escena reside en el payaso, el inicio hace hincapié en un estilo, las estrategias del clown para atraer y conmover se presentan con riendas sueltas. Pareciera que estamos encaminados a una deconstrucción del texto, invitados a un espectáculo silente donde los payasos nos relatarán sus vidas a través de música y gestos, ante un trabajo de atmósfera y sensaciones notable, con humor sencillo y efectivo. Luego, descubrimos que el estilo es tan solo un añadido al respetuoso seguimiento del texto de De María y no un protagonista del espectáculo. Aquí es donde los intérpretes se desencuentran y la obra pierde sorpresa e interés.

En general, la dirección de Verony Centeno muestra señales de buen gusto para la composición y el manejo del espacio, el silencio, la luz y el tiempo, con los que es capaz de elaborar momentos sublimes, tal como la despedida de Tripaloca y Jelvi, su chica rin; una escena sin apresuramientos que por pura composición construye la idea del adiós. Tras un encuentro íntimo de luz cenital y desnudamientos, la mujer sale por un portal gigante, azulado y en ese caminar se despide del hombre, de la obra y de nosotros. Una imagen con un abanico de significados, el punto álgido de la obra.

Por otro lado, el uso del diálogo es un punto débil para un montaje que se aferra a él como eje de la historia. Los actores/payasos, acostumbrados a otras formas de expresión, sufren el texto y nos alejan de la ficción. Muchos gritos, pocos matices y mala dicción es lo que vuelve gran parte de la puesta un lugar de difícil acceso, que recobra su aliento cuando los intérpretes retornan a su comodidad.

La aparición de Debra Salinas le otorga a una obra para entonces lejana y caótica un momento de pausa. A partir de la interacción con la actriz, la historia adquiere mayor sentido, pues muchos relatos habían quedado ininteligibles. Pareciera que su sobriedad contagiara a su colegas y juntos encontraran un tono narrativo adecuado para transmitir las circunstancias ficcionales. De aquí se desprenden los mejores parlamentos de la puesta.
El diseño de luces de Cristiano Jara y la dirección de arte de Melissa Jimenez merecen una mención por su arduo trabajo en detalles y la dificultad del estilo. La luz se encuentra siempre al servicio de las atmósferas que desea alcanzar, se siente la organicidad en cada cambio de color y circunstancia bajo una dirección que exige mucho dinamismo. Asimismo, el arte al darle movimiento y ritmo a los vestuarios, que desde la falda de Jelvi para el momento de la salsa o la camisa de aire desgarbado para Tripaloca, hace el esfuerzo de dar expresividad y no quedarse en lo meramente explicativo. Por otro lado, el diseño sonoro es excesivo, por momentos la puesta se aferra a la música para imponer atmósferas de forma tajante y totalitaria.

¡A ver, un aplauso! concluye como una serie de momentos de gracia, unas imágenes potentes aunque aisladas y fragmentos de textos que sobreviven el caos. Buenas sensaciones que deben proliferarse para obtener un montaje redondo.

Bryan Urrunaga
27 de noviembre de 2017

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Crítica: DOS PERDIDOS EN UNA NOCHE SUCIA

Dos perdidos y la voz de una realidad

La Casa Recurso abre las puertas a los espectadores. Un escenario no convencional: una esquina de la sala, dos personajes en una banca, aparentemente cada uno en su propia actividad. Así se da inicio a Dos perdidos en una noche sucia, del dramaturgo Plinio Marcos en una versión de Daniel Amaru, bajo la dirección de Rodrigo Chávez. La obra comparte la historia de Paco (Gianfranco Cruzado) y Toño (Alaín Salinas), dos muchachos de escasos recursos que trabajan falsificando focos por un salario casi nulo y que esperan tener una vida mejor. Poco a poco vemos cómo los personajes van siendo víctimas de sus circunstancias, llevándolos a tomar medidas ajenas a ellos mismos.

Desde la entrada a la sala, y la manera en la que estaba colocado el espacio de representación, sentí que estaba viendo una situación vetada; quiero decir, una situación oprimida, escondida. Las dimensiones del espacio de los actores, que no llegaba ni a los 4 metros cuadrados, el vestuario y la escenografía básica fueron suficiente para transmitirnos una historia envuelta en la violencia normalizada y escuchar a dos personajes que fueron una voz de la desigualdad que existe en nuestro país. El espacio reducido de la obra fue un punto a favor de la representación, los dos actores tuvieron un manejo corporal y vocal adecuado, sin llegar a saturar al público a pesar de la cercanía; al contrario, la propuesta espacial aportó a que la conexión con el público sea inmediata.  En cuanto a los personajes, ambos estaban construidos de tal manera que con meros gestos físicos ya nos daban la información de su contexto: desde su postura al caminar hasta la forma de coger los focos que falsificaban. Por otro lado, en el caso de Paco, interpretado por Gianfranco Cruzado, al comenzar la obra noté al personaje un poco flojo, a veces la propuesta de cómo hablaba el personaje desaparecía, lo que al principio me sacaba, parecía que era el actor hablando. Luego de un rato esta inestabilidad desapareció y el personaje creció.  Debo decir que la obra me quedó muy corta, pues no sentí que la esta haya permitido el desarrollo de los personajes completamente.

El aspecto más importante de tener una obra como esta en escena es cómo apela  a una situación vigente: la violencia normalizada, la desigualdad de oportunidades y la indiferencia con la que convivimos. Esta obra representa una oportunidad de cuestionarnos sobre cómo los males sociales pueden crecer si no hacemos nada al respecto, una invitación a dejar la indiferencia de lado. Tenemos a dos personajes que representan a todo un sector de la población que es víctima de empleos informales dentro de un país donde las oportunidades las gana el mejor postor. Lo que reconozco de esta obra es el hecho de que nos muestra dos formas diferentes de lidiar con el mismo contexto: por un lado, Toño tiene en un inicio la buena intención de conseguir un mejor empleo; por otro lado, Paco es un joven conformista que usa la violencia como estrategia de supervivencia. Los dos caen en actos delictivos por necesidad; sin embargo – sin querer justificarlos-, Toño no quiere dañar a nadie más allá de robarles dinero o zapatos, mientras que Paco encuentra el robo como una forma de normalizar un nivel de violencia innecesario para sus planes iniciales. Es así como ahora vemos que algunos son capaces de matar incluso por un celular. Comencemos por aceptar que esta realidad nos compete a todos y que, para solucionarlo, hay que empezar reconociendo el problema como propio del país, sin excluirse de la responsabilidad. Yo le pregunto, ¿qué piensa usted hacer al respecto?

Stefany Olivos
22 de noviembre de 2017

viernes, 10 de noviembre de 2017

Crítica: ¿QUÉ HICISTE DIEGO DÍAZ?

La desfachatez desbordada

El sostén de ¿Qué hiciste Diego Díaz? radica en la subsistencia de su discurso. La obra propone una denuncia abierta, desfachatada, resentida y saludable hacia la aristocracia del teatro actual, el boom de los talleres formativos, la persecución de los premios, el elitismo, el ego  y demás demonios escondidos detrás de nuestros escenarios limeños.

Estos planteamientos prevalecen a pesar de un desarrollo accidentado debido a que son dirigidos hacia el público sin rebuscamientos, a través de sátiras directas con diálogos explicativos que salpican un mensaje previamente masticado por los encargados de la representación.

¿Qué hiciste Diego Díaz? propone dos personajes de retórica metateatral que autocritican su existencia y a su vez encarnan roles caricaturescos en una diversidad de sketchs que buscan darle explicación a la vida del protagonista Diego Díaz, un hombre de teatro desdibujado, sin talento ni suerte.

La interpretación en general no busca la expresión realista sino persigue la construcción de un mundo disparatado, a través de gags, imitaciones, desorden, contrastes y diálogo directo con el público. En este sentido, los actores se tornan desesperados por generar gracia hacia el espectador y en esos esfuerzos, muchos cuadros de la puesta terminan desinflados o hasta ridiculizados.

Por otro lado, la obra se arriesga a elaborar imágenes que desprendidas del diálogo, empiezan a dar un verdadero significado al concepto del actor anónimo, desconocido, enclaustrado. Tal es así el instante final en que cada personaje se presenta con un cartel colorido, que designa el nombre de la persona detrás del vestuario, una ruptura rebelde que al mantenerse genera una sensación sutil, ajena a todo lo anterior.

Así pues, ¿Qué hiciste Diego Díaz? es un montaje tan enérgico como desordenado, con una intención detrás que se vuelve cada vez más necesaria, en medio de un teatro ensombrecido, hipócrita, fofo.

Bryan Urrunaga
10 de noviembre de 2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Crítica: ¿QUÉ HICISTE DIEGO DÍAZ?

El camino de los sueños: es muy difícil de andarlo

La irreverente puesta en escena ¿Qué hiciste Diego Díaz? bajo la dirección y dramaturgia de Cristian Lévano, es un divertido viaje por el mundo del entretenimiento, el mismo que se entrelaza con los sueños de un hombre (Diego Díaz, interpretado por Sergio Velarde) que desde pequeño quería convertirse en actor; para ello, escribe y dirige su propia obra de teatro, siendo sus personajes “Alguien” y “Otro” -interpretados por Alejandra Chávez y Henry Sotomayor respectivamente- quienes se encargarán de contar el recorrido y los obstáculos de su creador, en su afán de ser reconocido en el mundo del arte dramático.  

Los personajes, muy bien caracterizados adentraban al espectador a un espacio tan sicodélico como confuso, debido al juego de palabras mezclado con el baile, el canto, y la trama en sí misma. Elementos destacables como la agilidad y dinamismo en el desenvolvimiento de los actores, fueron clave en el desarrollo de la función. Además, la notable dicción y vocalización en cada intervención fueron detalles dignos de elogiar.

Si bien es cierto, algunas partes de la puesta fueron bastante predecibles y con ciertos toques bizarros, el humor bien llevado en cada escena logró captar más la atención. De otro lado, un escenario justo y sencillo, que resaltaba el trabajo actoral y la esencia de lo que se estaba contando.

¿Qué hiciste Diego Díaz? es una obra con autenticidad, que extiende su mensaje, visibilizando lo duro que puede ser alcanzar los objetivos hoy en día; mucho más, si se piensa en el mundo del entretenimiento –bastante comercializado y competitivo- que desanima a muchos a perseguir ese camino. Sin embargo, Diego Díaz podría resultar un paladín, un luchador o un idealista que sigue en el camino, a pesar de su familia, de la sociedad y del propio medio artístico,  que tanto ha estigmatizado a quienes buenamente buscan un sitio en el mundo del arte.

Definitivamente, un espectáculo ligero y divertido que nos recuerda que hay que luchar siempre; ya que, alcanzar los sueños no es tarea sencilla y depende de cada uno forjar el mejor camino para ser recordados por lo que realmente quisieron ser y hacer. Tal y como lo hizo Diego Díaz.

Maria Cristina Mory Cárdenas
8 de noviembre de 2017

Crítica: ¿QUÉ HICISTE DIEGO DÍAZ?

Lo que Diego Díaz nos dejó

La Casa Cultural Mocha Graña nos trajo en temporada durante el mes de octubre la obra ¿Qué hiciste Diego  Díaz?, escrita y dirigida por Cristian Lévano. Durante el mes de noviembre se presentarán cuatro fechas más en el teatro de la Asociación de Artistas Aficionados. La obra refleja  la frustración de un artista emergente encarnado en Diego Díaz (Sergio Velarde). Se nos cuenta la historia de su búsqueda personal por conseguir ser un hombre de teatro; sin embargo, no corre con mucha suerte en el proceso. Toda esta historia la narra con ayuda de “Alguien” (Alejandra Chávez)  y “Otro” (Henry Sotomayor).

Esta es una de las pocas obras que he visto criticar directamente la situación del teatro en nuestro país. La obra, acompañada de un condensado humor negro, nos muestra lúdicamente los típicos juicios que hay en contra de la decisión de dedicarse al teatro como profesión, la situación informal de algunas escuelas de “actuación” que prometen éxito y fama a cambio del dinero de gente ingenua, el teatro absurdamente caro, la gente diva que pertenece al medio, y un largo e indignante etcétera con el que los artistas vivimos día tras día. Por otro lado, se hace constante mención a los estereotipos que existen por parte del mundo actoral: se muestra de manera ligera la noción de un actor corporalmente flexible, el ego actoral, el fanatismo de algunos actores por un tipo de actuación cargada de emociones, entre otras ideas que, a pesar de mostrarse tan ligeramente, definitivamente tienen algo de real actualmente. Dentro de todo el mundo que muestra la obra, donde la parafernalia pesa más que cualquier otra cosa en una pieza teatral, vemos a Diego Díaz como uno de los muchos intentos por seguir una vocación pero que, debido a la poca práctica formal e institucionalizada de la actuación, y a la noción de que el buen teatro cuesta caro, termina quedándose en el lado underground de directores independientes de teatro.

La obra se nos presenta bajo una estética empapada de pop art, unos vestuarios y un  maquillaje impecable que desde el inicio nos introducen al interior de un cómic en escena. Esto permite automáticamente que el espectador acepte la convención de ver personajes que hablan de su situación en la misma historia. Un detalle que definitivamente ayudó a la uniformidad de la estética de la obra fue la música, que con su variedad le daba dinamismo a cada aspecto que la obra trata. Los cambios de tono entre la situación de los personajes y la narración de la historia de Diego Díaz fueron manejados con eficacia, el ritmo de la obra no cayó, los textos montados uno detrás de otro funcionaron para que la comedia fluya. Sin embargo, hubiese querido una mayor rigurosidad en los cambios por los que el personaje de Diego Díaz pasa mientras se cuenta su historia: a veces, cuando se pasaba de un relato de la infancia del personaje al presente, el actor mantenía la misma actitud, lo que no apoyaba completamente el cambio de tono que un salto temporal necesita. Todos los personajes eran ricos de ver, aunque debo decir que la obra tiene material para poder extenderse y desarrollarse incluso mejor. Me dio la impresión de que la obra quedó un poco corta para todo lo que quiso abarcar. En cuanto a los personajes de Alguien y Otro, aunque parecían dos versiones de una misma cosa al principio, se logró ver que cada uno de ellos tenía una particularidad interesante, como si ambos fueran proyecciones diferentes de la mente de Diego Díaz. La propuesta de aquellos personajes era claramente grandilocuente y enérgica; sin embargo, me hubiese gustado ver más matices en el control de la energía en ciertos momentos de la obra. Es necesario dosificarla en estos casos, pues si bien la propuesta es correcta y funciona, si hay tanta energía en la interpretación todo el tiempo, puede saturar al espectador.

Como mencioné anteriormente, la obra me quedó un poco corta para la cantidad de aspectos que mencionaba sobre la situación del teatro. Me dio la impresión de que, por lo corta que fue, no hubo tiempo para que el espectador pueda ahondar  en un tema específico, sino que nos quedamos con una idea macro de los problemas de Diego Díaz con muchas preguntas sin responder.  Una historia como la de Diego Díaz le podría ocurrir a cualquiera, sobre todo en un país donde la informalidad y los prejuicios se hacen presentes en más de un aspecto. Cuando vayan por la calle, o por el metro, observen con atención alrededor y pregúntense: ¿cuántos de todos ellos es un Diego Díaz?

Stefany Olivos
8 de noviembre de 2017

sábado, 4 de noviembre de 2017

Crítica: ÑAÑA

Los rastros de la violencia y el abuso

Bajo la dirección y dramaturgia de Claudia Tangoa, la obra Ñaña es un proyecto teatral basado en un hecho real. Las vidas de Lucy y Elisa se unen por circunstancias difíciles, ambas crecieron en un mismo pueblo de la selva; sin embargo, no comparten la misma realidad. Cuando la madre de Lucy decide adoptar a Elisa, ambas muchachas, tratarán de encontrarse a sí mismas, así como darle un sentido de pertenencia a sus vidas.

Es curioso cómo de forma tan sencilla puede retratarse una realidad que molesta, que duele, que indigna; pero que, lamentablemente, todavía existe en nuestra sociedad: el abuso sexual y la violencia. Amaru, Casa Cultural, en un espacio íntimo y cercano para los espectadores, presenta el trabajo de las actrices Anahí de Cárdenas y Verony Centeno, interpretando con claridad y certeza los personajes de Lucy y Elisa, respectivamente.

Con elementos de apoyo tales como un proyector de imágenes, la musicalización y los efectos luminarios pertinentes, esta puesta logró conmover y reflejar más allá de lo evidente, los rastros una realidad que en determinados lugares de nuestro país se ha normalizado. Sorprendió la versatilidad de Verony Centeno, quien tenía a su cargo el peso y la carga emocional del personaje de Elisa.

Como ya se mencionó, un escenario bastante simple, en el que trascendió la narrativa y las interpretaciones. La contundencia del tema es la clave en el desarrollo de la obra, describiendo las secuelas que se encarnan en el ser humano como consecuencia de la violencia, la soledad, la indiferencia y el desapego.

Ñaña es una obra que impacta e invita a reflexionar respecto a temas tan delicados como recurrentes, que afectan de tal forma a quienes lo viven en carne propia y adaptarse a otra forma de vida se hace imposible. Y es precisamente este tipo de teatro el que rescata a esas voces que no deben permanecer silenciadas nunca más.

Maria Cristina Mory Cárdenas
5 de noviembre de 2017

jueves, 2 de noviembre de 2017

Crítica: REFLEJADAS

Realidades Reflejadas

El teatro de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA) está presentando Reflejadas, una propuesta escénica  dirigida por Francisco Holguín que consta de dos obras cortas que tocan el mismo problema: la violencia contra la mujer dentro de su propio hogar. La idea de juntar dos obras cortas de diferente autor bajo la misma temática me pareció desde ya una propuesta interesante de ver. Un detalle importante fue el hecho de que ambas historias fueron protagonizadas por la misma actriz, Estefanía Champa, lo que daba la idea de la posibilidad de cualquier mujer por pasar por una situación como la de cada obra.

La primera historia, “Álbum familiar” de Joaquín Blanes, es la historia que más dudas me dejó. La pieza cuenta la historia de una niña que vive con su abusador padre, una situación que cambia con la llegada de su abuelo paterno a la casa. A mi parecer, a esta pieza le faltó unidad en la dramaturgia; había información que quedaba suelta y sin justificación para la historia, como por ejemplo, la presencia del abuelo (Pepe Iturrizaga)  en la casa: no terminé de creer ni entender del todo su presencia con ellos, pues no hubo suficiente información para explicarlo. La mano del director fue interesante y atinada en marcaciones de cortes de escena que ayudaban a darle tono a la obra: recurrentemente se formaban “fotografías” que nos daban información de sucesos violentos que no veíamos representados, acompañadas de un apagón o de un cambio de luces. En este caso, la no literalidad funcionaba mejor que mostrar una escena de golpes y gritos. En cuanto a los personajes, el padre, Alfredo (Jorge Carrión) fue el que menos matices mostró en escena, pues todo el tiempo era el “malo” de la historia; me hubiese gustado ver momentos de variación, sobre todo cuando interactuaba con su hija en situaciones aparentemente tranquilas. En una pieza teatral no puede haber elementos que sobren o que no sumen a la historia; hubo ocasiones en las que aparecía el personaje de la madre interactuando como una presencia irreal dentro de la historia que, en ciertos momentos, hacía que el ritmo de la obra bajara: personalmente creo que las marcaciones que se usaron para este personaje no permitió conectar esta presencia con el resto de la historia, tranquilamente se hubiese podido suprimir esta presencia y la obra habría funcionado de la misma manera. Por otro lado, el detalle del silbido que se repite durante toda la obra en relación al abuso que se comete contra la niña lo rescato como un gesto que logró dar  al espectador el mensaje de “esta historia seguirá ocurriendo”.

La segunda historia, “Como si fuera esta noche” de Gracia Morales, fue, a mi parecer, la mejor lograda de la puesta en escena. Esta obra cuenta en paralelo la historia de Mercedes (Yasmine Incháustegui) y Clara (Estefanía Champa), madre e hija, en diferentes épocas y con la misma edad. Entre ambas comparten recuerdos, verdades y sentimientos por experiencias personales y compartidas, como el asesinato de Mercedes por parte de su esposo. Esta fue la historia que más me tocó. La dramaturgia tuvo más elementos explotables en escena: la mano del director manejó con eficiencia los textos entrelazados entre ambos personajes, los cambios de foco de atención entre Clara y Mercedes, la interacción entre monólogos de ambos personajes, etcétera. Los dos personajes estuvieron llenos de detalles todo el tiempo, daba gusto ver en escena a dos mujeres que, solo con su forma de hablar y de moverse, ya daban información sobre sus creencias y el contexto donde viven, algo que merece reconocimiento. Esta  historia contrapone dos generaciones de mujeres que les ha toca vivir contextos diferentes: por un lado, tenemos a Mercedes, una mujer que claramente ha crecido bajo una crianza machista asimilada y aceptada por ella misma; por otro lado, Mercedes es una mujer independiente que ha presenciado la violencia cometida contra su madre y que ha crecido en un mundo donde la lucha por dar un lugar justo a las mujeres ha tenido más presencia que nunca. Sin embargo, la pregunta es ¿hasta qué punto la violencia contra la mujer ha podido cambiar entre la generación de Mercedes y Clara?

Ambas historias nos presentan casos verosímiles de violencia contra la mujer en el espacio que debería ser el lugar más seguro para ellas: el hogar. En un contexto donde la violencia contra la mujer es una realidad indiscutiblemente, una producción como esta es una excelente forma de crear consciencia en el espectador sobre lo que sucede a diario. Nadie debería ser indiferente a esta triste realidad; al contrario, que más obras artísticas como esta sean agentes de cambio que poco a poco ayuden a crear esa consciencia social que tanto hace falta en este país.

Stefany Olivos
2 de noviembre de 2017